Nos consideramos todos misioneros
CONSTITUCIONES
DE LOS HERMANOS MENORE CAPUCHINOS
CAPÍTULO XII
EL ANUNCIO
DEL EVANGELIO Y LA VIDA DE FE
Nº. 176
COMENTARIO DE
FRAY ANTONIO BELPIEDE *
[Traducción del italiano por fray Jaime Rey
Escapa, OFM Cap]
"El Rey es Rey para
todos, menos para su sirviente", así reza un viejo proverbio, que también
puede utilizarse - mutatis mutandis - para otros regímenes distintos de
la monarquía. Los adornos estéticos y la hipocresía ética, los trucos de
propaganda, las pelucas con rulos del rey Luís de Francia o las docenas de
medallas prendidas en el pecho hinchado de Leonid Brezhnev se desvanecen ante
los ojos del sirviente personal. El rey se revela en su humanidad cotidiana, a
veces enferma, débil, viciosa. Los rizos de la peluca dan paso a la realidad de
la alopecia causada por el estrés del gobierno o por una calvicie despiadada.
El Rey se muestra desnudo a los ojos de su lacayo, esperando que se mantenga
siempre fiel a su persona y a la Corona.
Así, como un sirviente fiel a
su Rey, el Procurador general ve a la Orden sin peluca, sin medallas en el
pecho, sin maquillaje, sin las aureolas de nuestros santos, en su fatiga, en su
deseo de servir que a veces choca con la cobardía y la bajeza, con el desencanto
que viene de los cuatro puntos cardinales, según una rotación que sólo el Señor
de la historia puede entender.
Cuando se habla de la Orden a
los novicios o a los frailes jóvenes se la presenta como un jardín de árboles
hermosos y fructíferos. Se representan los olivos, con su follaje de doble cara
-plata y verde-, según el lado de la hoja que el viento mueve, las vides
opulentas con racimos rojos y turgentes que prometen copas de delicioso vino,
los dulces higos que se agrietan en la parte inferior, mostrando vetas blancas
y rojas, porque ya están maduros y esperan nutrirnos de dulzura. La vida, con
el tiempo, nos hace conocer, incluso a la zarza -presuntuosa en su fealdad
estéril-, que como en la parábola
de Jotam, exhorta a las otras plantas a elegirlo rey (Jc 9, 7-15).
Negar la verdad no es caridad;
sí lo es la prudencia de cubrir la desnudez del hermano, como aquella del Rey.
Pero para nosotros, que estamos llamados a vivir el Evangelio, la mayor caridad
ante la realidad de la debilidad y del pecado consiste en recordar y
testimoniar la omnipotencia de Dios que es capaz de transformar la desagradable
zarza, afilada y peligrosa, en una eterna y crepitante llama de energía, de fe,
de belleza. La zarza de nuestros límites, de nuestras posibles miserias, no
debe ocultarse bajo un paño mimético, sino exponerse al soplo perenne del
Espíritu para que arda como la zarza que encantó a Moisés y le condujo a la
Misión.
En el origen de la misión de
la Orden, por tanto, no hay una representación edulcorada de la santidad en
polvos de talco, sino una fe fuerte en Aquel que es capaz de transformarnos en
zarza ardiente de evangelización perenne, de la misma manera que, corriendo con
alegría regresaron a Jerusalén Cleofás y su compañero, a quienes "había
abrasado su corazón en el pecho, explicándoles las Escrituras sobre su pasión"
(cf. Lc 24, 13-35).
Simón Pedro, que junto a los
otros once discípulos se llena de entusiasmo y pronuncia su primer discurso el
día de Pentecostés, es un hombre herido y curado. No es un "novicio
impecable", sino uno que negó por tres veces conocer al Maestro. ¿Por qué
debemos falsear nuestros modelos formativos y la imagen de la Orden con
aparentes discursos retóricos de santidad? Cuando la liturgia, en el canon
romano, dice: "Y a nosotros, pecadores, siervos tuyos...",
dice la verdad. La fuerza del Evangelio se libera en la misión porque en su
origen hay un mandato muy parecido al que recibió Pedro en el lago de
Tiberíades: "Pastorea a mis ovejas". El que negó tres veces, aquí
tres veces, también, afirma su seguimiento. Todo verdadero misionero del
Evangelio está herido y curado. Como dice el gran experto en humanidad, Carl
Gustav Jung: "Sólo el médico herido puede curar".
176,1 "En nuestra
fraternidad apostólica, todos estamos llamados a llevar el gozoso mensaje de la
salvación a los que no creen en Cristo, en cualquier continente o región donde
se encuentren; por eso, nos consideramos todos misioneros".
"Llamados" es
hermoso y verdadero. Es Él quien nos ha llamado, a cada uno a una vocación
única y hermosa. Sin embargo, Francisco, precisamente porque está llamado a ser
el servidor de todos, se declara "obligado" a administrar las
fragantes palabras del Señor. "Estoy obligado - teneor". Las
palabras del fundador suenan más jurídicas que las del texto constitucional. A
una distancia de casi ocho siglos han encontrado una correspondencia impensable
en el canon 747 § 1, con el que se abre el libro III del Código de Derecho
Canónico, El magisterio de la Iglesia:
"La Iglesia, a la que
Cristo el Señor confió el depósito de la fe... tiene el deber y el derecho
nativo... independiente de cualquier poder humano, de predicar el Evangelio a
todas las naciones".
En la propia estructura de la
relación jurídica hay alteridad o intersubjetividad. Una obligación jurídica
sólo puede existir entre dos (o más) sujetos. Contra el derecho de uno está el
deber de otro y viceversa. El derecho de la Iglesia a anunciar el Evangelio a
todos los pueblos no proviene de un acuerdo con un Estado soberano, o con otro
"poder humano", sino de la investidura de Cristo el Señor y de la
asistencia del Espíritu Santo. En nombre de esta unción divina, la Iglesia
reclama con humilde firmeza ante toda autoridad terrenal su derecho originario
a proclamar el Evangelio. De esta pretensión de derecho divino deriva la martyria,
el testimonio de la Iglesia que a veces llega hasta el derramamiento de la sangre.
La Iglesia, desde sus inicios,
no solo tiene el "deber" sino también el "derecho" de
predicar el Evangelio. ¿Quien puede pretender que la Iglesia ejerza este deber?,
¿Quién, en definitiva, es el titular del derecho a "recibir el anuncio
del Evangelio"? "Todas las naciones - Omnibus gentibus",
como concluye el § 1 del canon. Libre frente a las dictaduras y los sistemas autoritarios,
como lo fue al principio, durante las persecuciones del Imperio Romano, la
Iglesia está llamada a hacerse servidora de la Palabra ante los que no conocen
a Cristo, y también ante los que lo han conocido y lo han olvidado. Bendito sea
nuestro hermano Francisco, poeta inspirado para decir palabras jurídicas de
obligación, para fundir en su corazón iluminado poesía y contrato, para
transformar una obligación eclesial en un canto universal. La poesía del
Evangelio también lo exige: el deber del siervo, una Iglesia que es sierva para
prestar la humilde diaconía de la Palabra a todos los pueblos; una Orden que es
sierva de la Palabra en la Iglesia, tras las huellas de su fundador.
176.2. Además del
compromiso misionero ordinario desarrollado en comunidades cristianas capaces
de irradiar el testimonio evangélico en la sociedad, reconocemos la condición particular
de aquellos hermanos, comúnmente llamados misioneros que, dejando la propia
tierra de origen, son enviados a realizar su ministerio en contextos
socioculturales diferentes, en los que el Evangelio no es conocido o donde se puede
prestar servicio a las Iglesias jóvenes.
Durante siglos la Iglesia ha
tenido la percepción teológica - canónica - psicológica de una evidente
diferencia entre las Iglesias particulares de antigua tradición – sobre todo las
de Europa- y los territorios de misión. El texto se hace eco de esta
bipartición. La propia estructura de los Dicasterios de la Santa Sede muestra
la solidez de esta distinción también a nivel jurídico y de gobierno. Las
diócesis más antiguas, en Europa, en América, en Australia, dependen de la
autoridad de la Congregación de Obispos. Los más jóvenes dependen, en cambio,
de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, también conocida como
Propaganda Fide, que no por casualidad se encuentra en la Plaza de Propaganda, tocando
a la hermosa Plaza de España de Roma[1].
Si las diócesis jóvenes se confían a la Congregación que tiene mayor
competencia en lo que se refiere a los territorios de primer anuncio, con mayor
razón lo serán las otras estructuras jerárquicas que aún no han alcanzado la
madurez de ser erigidas como diócesis: los Vicariatos y las Prefecturas
Apostólicas sobre todo (cf. Can. 368).
Múltiples signos indican, sin
embargo, el debilitamiento, la desaparición, incluso la negación pública de la
fe cristiana en territorios de antigua tradición eclesial: Europa, el
continente americano, y otras naciones de cultura occidental. Signos que van desde
la omisión que pretende negar las "raíces judeocristianas" en el
proemio de la Constitución Europea -luego "abortada"-, hasta la
progresiva disminución de los matrimonios sacramentales, pasando por la
creciente práctica llamada, con una expresión burda, "apóstata", es
decir, la manifestación expresa de la voluntad de ser borrado del registro del libro
de bautismos, en el que generalmente se inscribía después de haber recibido el
sacramento a petición de los padres.
Las "comunidades
cristianas capaces de irradiar el testimonio del Evangelio en la sociedad"
se convierten así, cada vez con más frecuencia, en comunidades que sobreviven a
duras penas en medio de los desiertos de la fe, sedientas de un agua viva que
poseían y que "han perdido en parte o totalmente" (176,3).
176.3. Del mismo modo,
reconocemos el compromiso misionero particular de los hermanos enviados a los
lugares en los que es necesaria una nueva evangelización, porque la vida de
grupos enteros ya no está informada por el Evangelio y muchos bautizados han
perdido, en parte o totalmente, el sentido de la fe.
Hace unos años hubiera sido
difícil de entender que los frailes enviados a trabajar en la Nueva
Evangelización fuesen llamados misioneros. Nuestras Constituciones han
adquirido y asumido con una expresión decisiva el hecho de que los misioneros
son necesarios para las antiguas iglesias del Occidente ya cristiano. Tengo
ante mis ojos un hermoso cuadro que vi, hace años, en nuestro convento de Asís:
un fraile con hábito de color crema y con un casco colonial en la cabeza se
aventura en una piragua por un río de la región de la Amazonia. En el
imaginario católico, el de los niños y sus madres, el de los benefactores y de
los partidarios de las misiones, se imaginaban así a los frailes; alternando
con el otro panorama generalizado, el de la sabana africana, o aquel otro de la
selva asiática siempre verde y húmeda. Estos iconos conservan su valor. La Missio
ad gentes debe continuarse con ardor, como se reitera en el n. 176,2. Sin
embargo, hoy, podemos imaginar otros iconos de la misión: frailes hablando con
los jóvenes en una sentada improvisada en los Jardines de Luxemburgo en París,
o en Hyde Park en Londres; miembros laicos de la OFS o monjas tocando la
guitarra frente a la Puerta de Brandenburgo en Berlín o rezando antes de comer
una pizza en el Puente Milvio en Roma. Y de los sueños y la imaginación se
puede pasar a los proyectos concretos.
Fue el gran Juan Pablo II, un
joven Papa de cincuenta y nueve años, quien pronunció por primera vez la
palabra Nueva Evangelización. Lo hizo en su propio idioma, el polaco, en su
propia tierra y en su propia ciudad, Cracovia, el 11 de junio de 1979. Lo hizo
en el barrio obrero de Nova Huta, donde el régimen pro-soviético quería
construir un barrio obrero ateo, sin iglesias. Pero el cardenal Wojtila,
párroco de esa ciudad católica, había luchado con su pueblo contra la
burocracia roja. Había luchado y ganado. Allí, donde el ateísmo estatal quería
establecerse, una cruz muy alta recuerda el coraje de Juan Pablo II y su
inspirada profecía como nuevo Papa: es necesaria una Nueva Evangelización. La
palabra creció lentamente, fue proclamada con fuerza en la asamblea de los
obispos latinoamericanos en Puebla en 1983. Tras la muerte de Juan Pablo II, el
Papa Benedicto erigió un nuevo dicasterio para la promoción de la Nueva
Evangelización. Francisco nos ha devuelto el deseo de la alegría que nace del
encuentro con Cristo en la exhortación apostólica Evangelii Gaudium, La
alegría del Evangelio.
Mi madre María comía poco. Nos
sentábamos siete en la mesa. Se alegraba de ver que sus hijos lo devorábamos
todo y nos explicaba: "Tengo la nariz tan llena de los olores de la cocina
que pierdo un poco el apetito". Quizás sucede lo mismo con esta preciosa
palabra: hemos hablado y escrito tanto sobre la Nueva Evangelización, pero quizás,
no hemos abierto el apetito al Evangelio; al hambre de una Misión renovada.
Seguimos haciendo lentamente las mismas cosas. En el inicio de este milenio, la
Iglesia se mueve en el mundo cristiano con maniobras para reordenar las
fronteras y mover los archivos. Nuestra Orden está en la Iglesia. Durante
varias décadas, las provincias de Europa se han ido unificando progresivamente,
coincidiendo a menudo con una nación entera: así Francia, Alemania, España.
Ahora Irlanda y el Reino Unido se están unificando. El movimiento aparecerá
pronto en Estados Unidos y en la Sudamérica de habla hispana. Tal vez, sea la
única manera de avanzar, tal vez no. Tal vez, podríamos transformar las
Provincias numéricamente pequeñas en estructuras jurídicas más ágiles, como
Custodias y Delegaciones, apoyadas por circunscripciones más fuertes, con un
espíritu misionero renovado y adaptado. Hay que reflexionar sobre ello.
El punto fundamental es otro.
Tenemos que hacer una conversión del corazón y de la mente, y volver a las
calles, y volver a los hogares. A menudo estamos atrapados en una presencia fraterna
de tipo conventual, débil e intimista, en una acción apostólica que repite
viejos esquemas, que espera a la gente en el templo, que no escucha el grito
silencioso de los que están a nuestro lado, en cada ciudad de Europa y del
Occidente que fue cristiano, y que ahora necesitan volver a escuchar, por el
alguien que crea, el Nombre de Jesús: Dios Salvador.
176.4. Por lo tanto,
esforcémonos en escuchar y no hacer ineficaz el mandato misionero del Señor, sabiendo
que toda persona tiene derecho a escuchar la buena noticia de Dios para
realizar plenamente su propia vocación.
El mandamiento misionero ha
cambiado y se ha diversificado. El primer anuncio debe continuar. Pero al mismo
tiempo la Nueva Evangelización debe ir más allá de los inicios y
convertirse en la actitud constante de las iglesias de antigua tradición. Fuera
del templo hay una comunidad esperando. Hay una comunidad envuelta en
innumerables palabras, y aturdida por mil dispositivos electrónicos, pero
sedienta de una palabra fresca como el agua de manantial y cálida como la de
aquel Rabino judío que habló a la mujer de Samaria: "Si conocieras el
don de Dios..." (Jn 4, 10).
Al final del número 176
encontramos las palabras jurídicas de Francisco. Si toda persona "tiene
derecho a escuchar el Evangelio", nosotros, los hermanos de Francisco
tenemos el deber de anunciarlo, tal y como nos pide la Iglesia, con un corazón
cálido como Cleofás y su compañero después del encuentro con Jesús.
La Procuración General de la
Orden no se presenta como un rey con peluca, sostenido por aplausos y medallas.
Cuanto más consigamos ser hombres de verdad, en la pobreza de nuestro pecado y
en la riqueza desbordante de la investidura del Espíritu Santo, más arderemos a
lo largo de nuestra vida como la zarza que fascinó a Moisés: y le envió en
misión. Amén.
© copyright Antonio
Belpiede 2020 – Uso libre para la Orden de los Hermanos Minores Capuchinos
[1] Para ser precisos, conviene
recordar que el Dicasterio del mismo nombre es responsable de las Iglesias
orientales. (cf. Juan PABLO II, Const. Ap. Pastor
Bonus, 1982, art. 56).
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